Benjamín Prado
Todo es un espejo, el deporte también, y el fútbol, por su omnipresencia, es uno que, dadas sus dimensiones, refleja a una parte considerable de la sociedad. “En la mesa y en el juego se conoce al caballero”, dice el refrán. Y a la señora, naturalmente. Por desgracia, una de las cosas que se ven en los estadios es que la lacra del racismo se multiplica en nuestro país, donde esa enfermedad venenosa de la mente y el alma parece contagiar a demasiadas personas, a unas porque les nubla los ojos y a otras porque les llena la boca de disculpas, matices y atenuantes. Da la impresión de que hay aquí demasiada gente a la que, en el fondo y aunque no se atreva a decirlo a las claras, la cosa no le parece tan grave.
Quien esté más o menos al tanto de esta cuestión recordará al jugador entonces del Barcelona Samuel Etóo abandonando un partido tras sufrir graves insultos racistas; o el episodio vivido por Iñaki Williams, del Athletic de Bilbao. Pero quien últimamente se lleva la palma es el brasileño Vinicius, del Real Madrid. En el encuentro de este fin de semana, en el campo de Mestalla, lo estuvieron ofendiendo hasta que el extremo se paró en la banda, señaló a dos desaprensivos que no paraban de llamarlo “mono” y de hacer ruidos de simio; la policía los detuvo, se dice que el club les prohibirá de por vida entrar en su campo y les retirará el carnet de socios, si es que lo son. El Real Madrid ha denunciado los hechos ante la Fiscalía General del Estado y la de Valencia ya ha iniciado de oficio una investigación. Ojalá el castigo sea ejemplar y esa canalla sea retirada de la circulación y no pueda volver a ser un ejemplo lamentable para la niña o el niño que van a disfrutar del espectáculo con sus familias y no tienen por qué sufrir la influencia de semejantes energúmenos.
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