jueves, 11 de junio de 2015

Pitar es divertido por Carlos Gorostiza


Los himnos son símbolos muy exigentes. Así como las banderas y los escudos únicamente precisan “estar ahí” a la vista de todos, del conmovido, del desafecto o del adversario, los himnos requieren una actitud más proactiva. No hay más que ver a los deportistas de otros países cantándolos con fervor, algunos con la mano en el corazón.
En España (y en Euskadi) el fervor lo reservamos para la tribu propia, no para la nación así que nunca ha cuajado mucho eso de los himnos. Hay que reconocer que el hecho de que ni el himno vasco ni el español tengan letra y, por tanto, solo pueda uno participar escuchando la melodía, no ha ayudado a hacerlos populares, pero a cambio ambos tienen la enorme ventaja de ahorrarnos el bochorno de vernos cantar a voz en grito inquietantes estrofas como las alabanzas “a nuestros brazos vengadores”, que hacen en Francia con La Marsellesa, o al “estruendo de bombas y resplandor de cohetes” de los americanos, ni apelar al “corazón quemado de Austria”, como los italianos, ni tampoco invocando “a las mujeres, la lealtad, el vino y las canciones alemanas”. Todo esto sea dicho desde el mayor respeto a los sentimientos y tradiciones de nuestros vecinos.
En el tiempo en que el fútbol era un deporte de caballeros despreciar un himno nacional se hubiese considerado una “deplorable falta de estilo”, pero lo mismo ocurría entonces con las faltas intencionadas, con las pérdidas de tiempo, con los hachazos a la rodilla del delantero que se escapa, con las patadas en el suelo…con todas esas cosas que hoy se consideran lances normales de juego.
Ya nadie se extraña, y menos aún se escandaliza, de que los partidos de máxima rivalidad sean clasificados como de “alto riesgo”, como si se tratase de fenómenos meteorológicos, y nos parece lo más normal del mundo que en esos casos las hinchadas de los equipos sean pastoreadas por fuerzas antidisturbios que se ocupan de que accedan y abandonen el campo sin mezclarse jamás.

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